Comentario
Afianzado con la seguridad de sus títulos y honores, bajo el reinado de Fernando VI (1746-1759) Rodríguez alcanzó su cenit profesional con un estilo maduro de origen barroco romano, complejo en sus articulaciones espaciales y rico en sus repertorios decorativos. Muy pocas fueron las obras importantes acometidas en la Corte que no contaran con el concurso del arquitecto, excepción hecha de las Salesas Reales (R. Carlier) y el Palacio de Riofrío (V. Rabaglio), entre otras menores. Hacia 1755 el estilo de Rodríguez pareció transformarse en una dirección más severa y funcional, que acaso revele cierta atracción por el clasicismo herreriano. Pero las articulaciones espaciales siguieron siendo barrocas como el modal uso de los órdenes ajustados al decoro de cada ocasión establecido por la tradición renacentista.
En reconocimiento al rey y a sus arquitectos, la Accademia di San Luca de Roma nombró a Sacchetti y Rodríguez Académicos de Gracia (1745, con diploma en 1747). Rodríguez lo agradeció con los tres diseños de la Idea para un Templo Magnífico (1748), gran proyecto académico que contiene sus postulados sobre los templos. La impronta de la arquitectura romana aflora constantemente, desde la elección de la planta inspirada en la de Sangallo para el Vaticano, hasta el perfil general que evoca soluciones de Maderno, Bernini, Borromini y Juvarra, destacando la horizontalidad de la fachada con pórtico tetrástilo convexo y la cúpula entre torres. La acomodación al Barroco italiano, evocando a sus grandes maestros debió parecer al arquitecto lo más adecuado para demostrar su valía, y no resultó del todo teórico, pues sus distintos elementos resurgirán a lo largo de toda su obra, adecuándose a cada nueva situación.
En las obras de este período, Rodríguez insistió en la exploración de su estilo formativo, mostrando una gran versatilidad, bien dando rienda suelta a la imaginación -Santa Capilla del Pilar, 1750-, bien controlando lo ornamental -iglesia de Silos, 1751-. Las obras de esta década se inician con la iglesia de San Marcos (1749-1753), una pequeña obra maestra, madura, cuajada de soluciones y formas tomadas del barroco romano. Rodríguez recurrió a una planta de Juvarra para San Felipe Neri de Turín, con cinco elipses de diferentes tamaños intersectadas. Su dinamismo es continuo, pues los muros se articulan con grandes pilastras y semicolumnas, las bóvedas ofrecen arcos abocinados con casetones en perspectiva y la cúpula amplias costillas también casetonadas encuadrando las pinturas de Luis G. Velázquez. El entablamento corrido integra los distintos elementos en un único organismo, que recuerda a S. Carlino, de Borromini. La fachada prolonga el movimiento, con dos alas cóncavas que crean un pequeño atrio, y encuadran una portada con pilastras de orden compuesto, en clara referencia a S. Andrea al Quirinale, de Bernini.
Junto a las estructuras espaciales dinámicas, la escenografía y la fusión de las artes son otro aspecto del pleno barroco romano que Rodríguez desarrolló magistralmente en la Santa Capilla del Pilar de Zaragoza. Aprobados por el Rey, los proyectos de 1750 se desarrollaron entre 1754 y 1765 dirigidos por José Ramírez de Arellano y Julián Yarza. El arquitecto concibió un tabernáculo-baldaquino, una iglesia en otra iglesia, y lo proporcionó al volumen y a la planta del tramo que debía ocupar, estableciendo un complejo sistema numérico y simbólico.
A un núcleo rectangular adosó exedras, una como presbiterio y tres más comunicadas con las naves a través de pantallas de columnas, uniéndolas todas con un entablamento tetralobulado sobre el que cargan las bóvedas y la cúpula elíptica con plementería calada, alarde técnico y a la vez sistema técnico de iluminación y ventilación. El extraordinario juego de espacios y volúmenes recuerda al Barroco piamontés y a Borromini, de quien Rodríguez se sirvió para argumentar en su defensa críticas a ciertas decoraciones desproporcionadas.
En la Capilla de San Julián de la catedral de Cuenca, Rodríguez recurrió al foco oculto de luz natural, como Bernini en la Capilla Cornaro, haciendo visible la urna con las reliquias del santo en el altar mayor, con el cual está comunicada la capilla. Aquí, como en El Pilar, los diseños de Rodríguez estuvieron a cargo de escultores, marmolistas, broncistas y aparejadores de gran experiencia, capaces de ejecutar la obra sin traicionar su espíritu.
No siempre ocurrió así. En la iglesia abacial de Silos (1751), primer gran templo de Rodríguez puesto en ejecución, los proyectos fueron alterados y reducidos drásticamente a lo largo de más de medio siglo de construcción. El arquitecto aplicó rigurosamente el carácter modal de los órdenes y un lenguaje clasicista, de articulación barroca, que choca con el alegre estilo de San Marcos o la Santa Capilla. A la vista de la amenazante ruina del templo románico, Rodríguez propuso su completa renovación como un rectángulo de proporción dupla, conteniendo una rotonda con cruz griega, alargada en el sentido del eje mayor y rematado con exedras para la entrada y el presbiterio; y con capillas oblongas en los ángulos de la cruz. Por primera vez diseñó un retrocoro tras el presbiterio, comunicados por un arco, como reflejo de la influencia del jansenismo en el culto católico, tema que desarrolló posteriormente en todos sus grandes templos.
Respecto al proyecto, la iglesia perdió en el interior el ático que peraltaba las bóvedas y la cúpula extradosada, sustituida por otra vaída, similar a la ideada en 1762 para el colegio de San Ildefonso de Alcalá de Henares y la sillería ocultaba su dureza con un estucado blanco y luminoso. El perfil exterior con la cúpula evocaba a la Basílica de Superga y su eliminación afectó a la fachada, compuesta por un tetrástilo convexo -luego repetido en San Norberto de Madrid (1754)- de recuerdo centroeuropeo, pero que pudo haber sido sugerido por la fachada oriental de la Colegiata de La Granja.
La capacidad de adaptación de Ventura Rodríguez a cualquier requisitoria constructiva, su eclecticismo formal dentro de los cauces del Barroco clasicista y académico, su absorbente capacidad para asimilarlo todo a su personal estilo, surge en otros proyectos contemporáneos, como el templo de San Bernardo (1753), que desapareció tras la exclaustración, extraordinario tanto por su planta elíptica, como por la riqueza ornamental que completaba su interior cortesano. En la reforma interior de La Encarnación de Madrid (1755), Rodríguez se adaptó al edificio de fray Alberto de la Madre de Dios, creando un enjoyado revestimiento de pilastras compuestas, entablamento con dentellones, arcos y bóvedas de casetones exagonales, dejando espacio, tanto aquí como en la cúpula para las pinturas complementarias de Antonio G. Velázquez.
Rodríguez proyectó otros grandes conjuntos de carácter religioso a fines de la década de 1750, como la renovación de la catedral de El Burgo de Osma (1755), la Capilla de San Pedro de Alcántara en Arenas de San Pedro (h. 1755) y el Convento de Agustinos Filipinos de Valladolid (1759), en las que inició el proceso de simplificación de las formas, cuya sobriedad se relaciona con el clasicismo de Juan de Herrera y sus seguidores, pero conservando las articulaciones espaciales barrocas y la interpenetración de las partes. Los Agustinos Filipinos (1759-1760) de Valladolid ejemplifican perfectamente esta situación. Sus proyectos están firmados en la ciudad castellana durante el destierro de Rodríguez y sin duda el contacto con la obra de Juan de Herrera aceleró la desnudez de los paramentos y el despojo ornamental.
Iglesia, convento y colegio se inscriben en un rectángulo duplo, con las habitaciones dispuestas exteriormente, envolviendo la iglesia con sus dependencias, y un bello claustro con doble arquería toscana y jónica rematada con la balaustrada del Palacio Nuevo. En la distribución se perciben otras soluciones barrocas, como el aislamiento de la iglesia por corredores laterales que se prolongan en las galerías del claustro, como en la Clerecía de Salamanca, los Filipenses de Roma o la Basílica de Superga, de la que los Agustinos Filipinos parecen una variación que no renuncia ni a la iglesia circular ni a su claustro trasero, aunque se inscriban en un bloque unitario, que puede parecer una reducción de El Escorial. Las fachadas son de un rigor herreriano. La occidental presenta un tetrástilo central con frontón, conectado visualmente a la cúpula que cubre la rotonda mediante las volutas con triglifos del tambor, pues las torres señalan los corredores que separan la iglesia y el colegio. El orden toscano empleado en la fachada denota que Rodríguez aplicó el estilo más severo como adecuado a una orden misionera.